sábado, 10 de noviembre de 2012

JUAN PABLO SEGUNDO - CRUZANDO EL HUMBRAL DE LA ESPERANZA (PRIMERA PARTE)



EL «PAPA»: UN ESCÁNDALO Y UN MISTERIO



Pregunta

Santidad, con mi primera pregunta quisiera remontar­me a las raíces; me excusará, pues, si es más larga que las siguientes.
Estoy ante un hombre vestido de blanco, con una cruz sobre el pecho. No quiero dejar de señalar que este hom­bre al que llaman Papa («Padre», en griego) es en sí mismo un misterio, un signo de contradicción, e incluso una pro­vocación, un «escándalo» según lo que para muchos es el sentido común.
Efectivamente, ante un Papa hay que elegir. El que es Cabeza de la Iglesia católica es definido por la fe «Vicario de Cristo». Es considerado como el hombre que sobre la tierra representa al Hijo de Dios, el que «hace las veces» de la Segunda Persona de la Trinidad. Esto es lo que afir­ma todo Papa de sí mismo. Esto es lo que creen los cató­licos.
Sin embargo, y según muchos otros, esta pretensión es absurda; para ellos el Papa no es representante de Dios sino testigo superviviente de unos antiguos mitos y leyen­das que el hombre de hoy no puede aceptar.
Por lo tanto, ante Usted es necesario -diciéndolo al modo de Pascal- apostar: o bien es Usted el misterioso testimonio vivo del Creador del universo, o bien el prota­gonista más ilustre de una ilusión milenaria.
Si me lo permite, Le preguntaría: ¿No ha dudado nunca, en medio de su certeza, de tal vínculo con Jesucristo y, por tanto, con Dios? ¿Nunca se ha planteado preguntas y pro­blemas acerca de la verdad de ese Credo que se recita en la Misa y que proclama una inaudita fe, de la que Usted es el garante más autorizado?


Respuesta
Quisiera empezar con la explicación de las palabras y de los conceptos. Su pregunta está, de un lado, penetrada por una fe viva y, de otro, por una cierta inquietud. Debo señalar eso ya desde el principio y, al hacerlo, debo refe­rirme a la exhortación que resonó al comienzo de mi mi­nisterio en la Sede de Pedro: «¡No tengáis miedo!»
Cristo dirigió muchas veces esta invitación a los hombres con que se encontraba. Esto dijo el Ángel a María: «No ten­gas miedo» (cfr. Lucas 1,50). Y esto mismo a José: «No tengas miedo» (cfr. Mateo 1,20). Cristo lo dijo a los Apósto­les, y a Pedro, en varias ocasiones, y especialmente des­pués de su Resurrección, e insistía: «¡No tengáis miedo!»; se daba cuenta de que tenían miedo porque no estaban se­guros de si Aquel que veían era el mismo Cristo que ellos habían conocido. Tuvieron miedo cuando fue apresado, y tuvieron aún más miedo cuando, Resucitado, se les apa­reció.
Esas palabras pronunciadas por Cristo las repite la Igle­sia. Y con la Iglesia las repite también el Papa. Lo ha hecho desde la primera homilía en la plaza de San Pedro: «¡No tengáis miedo!» No son palabras dichas porque sí, están profundamente enraizadas en el Evangelio; son, sencilla­mente, las palabras del mismo Cristo.

¿De qué no debemos tener miedo? No debemos temer a la verdad de nosotros mismos. Pedro tuvo conciencia de ella, un día, con especial viveza, y dijo a Jesús: «¡Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador!» (Lucas 5,8).


Pienso que no fue sólo Pedro quien tuvo conciencia de esta verdad. Todo hombre la advierte. La advierte todo Su­cesor de Pedro. La advierte de modo particularmente claro el que, ahora, le está respondiendo. Todos nosotros le es­tamos agradecidos a Pedro por lo que dijo aquel día: ¡Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador!» Cristo le respondió: «No temas; desde ahora serás pesca­dor de hombres» (Lucas 5,10). ¡No tengas miedo de los hombres! El hombre es siempre igual; los sistemas que crea son siempre imperfectos, y tanto más imperfectos cuanto más seguro está de sí mismo. ¿Y esto de dónde pro­viene? Esto viene del corazón del hombre, nuestro cora­zón está inquieto; Cristo mismo conoce mejor que nadie su angustia, porque «El sabe lo que hay dentro de cada hombre» (cfr. Juan 2,25).

Así que, ante su primera pregunta, deseo referirme a las palabras de Cristo y, al mismo tiempo, a mis primeras pa­labras en la plaza de San Pedro. Por lo tanto, «no hay que tener miedo» cuando la gente te llama Vicario de Cristo, cuando te dicen Santo Padre o Su Santidad o emplean otras expresiones semejantes a éstas, que parecen incluso contrarias al Evangelio, porque el mismo Cristo afirmó: «A nadie llaméis padre [...] porque sólo uno es vuestro Padre, el del Cielo. Tampoco os hagáis llamar maestros, porque sólo uno es vuestro Maestro: Cristo» (Mateo 25,9-10). Pero estas expresiones surgieron al comienzo de una larga tra­dición, entraron en el lenguaje común, y tampoco hay que tenerles miedo.


Todas las veces en que Cristo exhorta a «no tener miedo» se refiere tanto a Dios como al hombre. Quiere decir: No tengáis miedo de Dios, que, según los filósofos, es el Abso­luto trascendente; no tengáis miedo de Dios, sino invocad-le conmigo: «Padre nuestro» (Mateo 6,9). No tengáis miedo de decir: ¡Padre! Desead incluso ser perfectos como lo es Él, porque Él es perfecto. Sí: «Sed, pues, vosotros perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mateo 5,48).

Cristo es el sacramento, el signo tangible, visible, del Dios invisible. Sacramento implica presencia. Dios está con no­sotros. Dios, infinitamente perfecto, no sólo está con el hombre, sino que Él mismo se ha hecho hombre en Jesu­cristo. ¡No tengáis miedo de Dios que se ha hecho hombre! Esto es lo que Pedro dijo junto a Cesárea de Filipo; «Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mateo 16,16). Indirecta­mente afirmaba: Tú eres el Hijo de Dios que se ha hecho Hombre. Pedro no tuvo miedo de decirlo, aunque tales pa­labras no provenían de él. Provenían del Padre. «Solamen­te el Padre conoce al Hijo y sólo el Hijo conoce al Padre» (cfr. Mateo 11,27).
«Bienaventurado tú, Simón, hijo de Juan, porque no te ha revelado esto ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los Cielos» (Mateo 16,17). Pedro pronunció es­tas palabras en virtud del Espíritu Santo. También la Igle­sia las pronuncia constantemente en virtud del Espíritu Santo.

Así pues, Pedro no tuvo miedo de Dios que se había hecho hombre. Sintió miedo, en cambio, ante el Hijo de Dios como hombre; no acababa de aceptar que fuese flagelado y coronado de espinas, y al fin crucificado. Pedro no podía aceptarlo. Le daba miedo. Y por eso Cristo le reprendió se­veramente. Sin embargo, no lo rechazó.
No rechazó a aquel hombre que tenía buena voluntad y un corazón ardiente, a aquel hombre que en el Getsemaní empuñaría incluso la espada para defender a su Maestro. Jesús solamente le dijo: «Satanás os ha buscado -te ha buscado, pues, también a ti- para cribaros como el trigo; pero yo he rogado por ti... tú, una vez convertido, confirma en la fe a tus hermanos» (cfr. Lucas 22,31-32). Cristo no rechazó a Pedro; aceptó complacido su confesión junto a Cesárea de Filipo y, con el poder del Espíritu Santo, lo lle­vó a través de Su Pasión hasta la renuncia de sí mismo.
Pedro, como hombre, demostró no ser capaz de seguir a Cristo a todas partes, y especialmente a la muerte. Des­pués de la Resurrección, sin embargo, fue el primero que corrió, junto con Juan, al sepulcro, para comprobar que el Cuerpo de Cristo ya no estaba allí.
También después de la Resurrección, Jesús confirmó a Pe-1ro en su misión. Le dijo de manera significativa: «¡Apacienta :nis corderos! [...] Apacienta mis ovejas!» (Juan 21,15-16). Pero antes le preguntó si Le amaba. Pedro, que había negado zonocer a Cristo, aunque no había dejado de amarLe, pudo responder: «Tú sabes que te amo» (Juan 21,15); sin embar­go, ya no repitió: «Aunque tenga que morir contigo, no te negaré» (Mateo 26,35). Ya no era una cuestión solamente Je Pedro y de sus simples fuerzas humanas; se había con­vertido ahora en una cuestión del Espíritu Santo, prometi-io por Cristo al que tuviera que hacer las veces de Él so­bre la tierra.
Efectivamente, el día de Pentecostés, Pedro habló el pri­mero a los israelitas allí reunidos y a los que habían lléga­lo de diversas partes, recordando la culpa de quienes cla­varon a Cristo en la Cruz, y confirmando la verdad de Su Resurrección. Exhortó también a la conversión y al Bautis­mo. Y así, gracias a la acción del Espíritu Santo, Cristo mido confiar en Pedro, pudo apoyarse en él -en él y en to­los los demás apóstoles-, como también en Pablo, que por riitonces perseguía aún a los cristianos y odiaba el nom->re de Jesús.


fobre este fondo, un fondo histórico, poco importan expre­siones como Sumo Pontífice, Su Santidad, Santo Padre. Lo pie importa es eso que surge de la Muerte y de la Resu­rrección de Cristo. Lo importante es lo que proviene del poder del Espíritu Santo. En este campo, Pedro, y con él los otros apóstoles, y luego también Pablo después de su conversión, se transformaron en los auténticos testigos de Cristo, hasta el derramamiento de sangre.
En definitiva, Pedro es el que no sólo no niega ya nunca más a Cristo, el que no repite su infausto «No conozco a este hombre» (Mateo 26,72), sino que es el que ha perseve­rado en la fe hasta el fin: «Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mateo 16,16). De este modo, ha llegado a ser la «roca», aun si como hombre, quizá, no era más que arena movediza. Cristo mismo es la roca, y Cristo edifica Su Igle­sia sobre Pedro. Sobre Pedro, Pablo y los apóstoles. La Igle­sia es apostólica en virtud de Cristo.

Esta Iglesia confiesa: «Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo.» Esto confiesa la Iglesia a través de los siglos, junto con todos los que comparten su fe. Junto con todos aque­llos a quienes el Padre ha revelado al Hijo en el Espíritu Santo, así como a quienes el Hijo en el Espíritu Santo ha revelado al Padre (cfr. Mateo 11,25-27).
Esta revelación es definitiva, sólo se la puede aceptar o rechazar. Se la puede aceptar, confesando a Dios, Padre Omnipotente, Creador del cielo y de la tierra, y a Jesucris­to, el Hijo, de la misma sustancia que el Padre y el Espíritu Santo, que es el Señor y da la vida. O bien se puede recha­zar todo esto, y escribir con mayúsculas: «Dios no tiene un Hijo»; «Jesucristo no es el Hijo de Dios, es solamente uno de los profetas, aunque no el último; es solamente un hombre.»
¿Se puede uno sorprender de tales posturas cuando sa­bemos que Pedro mismo tuvo dificultades a este respecto? Él creía en el Hijo de Dios, pero no acababa de aceptar que este Hijo de Dios, como hombre, pudiese ser flagela­do, coronado de espinas, y tuviese que morir luego en la cruz.
Cabe sorprenderse si hasta los que creen en un Dios úni­co, del cual Abraham fue testigo, encuentran difícil acep-:ar la fe en un Dios crucificado? Éstos sostienen que Dios vínicamente puede ser potente y grandioso, absolutamente Trascendente y bello en Su poder, santo, e inalcanzable por el hombre. ¡Dios sólo puede ser así! No puede ser Padre e Hijo y Espíritu Santo. No puede ser Amor que se da y que permite que se Le vea, que se Le oiga, que se Le imite romo hombre, que se Le ate, que se Le abofetee y que se Le crucifique. ¡Eso no puede ser Dios...! Así que en el cen­tro mismo de la gran tradición monoteísta se ha introduci­do esta profunda desgarradura.
En la Iglesia -edificada sobre la roca que es Cristo- Pedro, los apóstoles y sus sucesores son testigos de Dios crucificado y resucitado en Cristo. De ese modo, son testigos de la vida que es más fuerte que la muerte. Son testigos de Dios que da la vida porque es Amor (cfr. 1 Juan 4,8). Son testigos porque han visto, oído y tocado con las manos, con los ojos y los oídos de Pedro, de Juan y de tantos otros. Pero Cristo dijo a Tomás; «¡Bienaventurados los que, aun sin haber visto, creerán!» (Juan 20,29).
Usted, justamente, afirma que el Papa es un misterio. Us­ted afirma, con razón, que él es signo de contradicción, que él es una provocación. El anciano Simeón dijo del propio Cristo me sería «signo de contradicción» (cfr. Lucas 2,34).
Usted, además, sostiene que frente a una verdad así -o sea, frente al Papa- hay que elegir; y para muchos esa elección no es fácil. Pero ¿acaso fue fácil para el mismo Pedro? ¿Lo ha sido para cualquiera de sus sucesores? ¿Es fácil para el Papa actual? Elegir comporta una iniciativa del hombre. Sin embargo, Cristo dice: «No te lo han revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre» (Mateo 16,17). Esta elección, por tanto, no es solamente una iniciativa del hom­bre, es también una acción de Dios, que obra en el hombre, que revela. Y en virtud de esa acción de Dios, el hombre pue­de repetir: «Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mateo 16,16), y después puede recitar todo el Credo, que es ínti­mámente armónico, conforme a la profunda lógica de la Revelación. El hombre también puede aplicarse a sí mis­mo y a los otros las consecuencias que se derivan de la ló­gica de la fe, penetradas del esplendor de la verdad; puede hacer todo eso, a pesar de saber que, a causa de ello, se convertirá en «signo de contradicción».
¿Qué le queda a un hombre así? Solamente las palabras que Jesús dirigió a los apóstoles: «Si me han perseguido a mí, os perseguirán también a vosotros; si han observado mi palabra, observarán también la vuestra» (Juan 15,20). Por lo tanto: «¡No tengáis miedo!» No tengáis miedo del mis­terio de Dios; no tengáis miedo de Su amor; ¡y no tengáis miedo de la debilidad del hombre ni de su grandeza! El hombre no deja de ser grande ni siquiera en su debilidad. No tengáis miedo de ser testigos de la dignidad de toda persona humana, desde el momento de la concepción has­ta la hora de su muerte.

Y a propósito de los nombres, añado: el Papa es llamado también Vicario de Cristo. Este título debe ser visto dentro del contexto total del Evangelio. Antes de subir al Cielo, Jesús dijo a los apóstoles: «Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mateo 28,20). Él, aunque in­visible, está pues personalmente presente en su Iglesia. Y lo está en cada cristiano, en virtud del Bautismo y de los otros Sacramentos. Por eso, ya en tiempo de los santos Pa­dres, era costumbre afirmar: Christianus alter Christus («el cristiano es otro Cristo»), queriendo con eso resaltar la digni­dad del bautizado y su vocación, en Cristo, a la santidad.
Cristo, además, cumple una especial presencia en cada sacerdote, quien, cuando celebra la Eucaristía o adminis­tra los Sacramentos, lo hace in persona Christi.


Desde esta perspectiva, la expresión Vicario de Cristo co­bra su verdadero significado. Más que una dignidad, se re­fiere a un servicio: pretende señalar las tareas del Papa en la Iglesia, su ministerio petrino, que tiene como fin el bien de la Iglesia y de los fieles. Lo entendió perfectamente san Gregorio Magno, quien, de entre todos los títulos relativos a la función del Obispo de Roma, prefería el de Servus ser-vorum Dei («Siervo de los siervos de Dios»).
Por otra parte, no solamente el Papa ostenta este título; todo obispo es Vicarius Christi para la Iglesia que le ha sido confiada. El Papa lo es para la Iglesia de Roma y, por medio de ésta, para toda la Iglesia en comunión con ella, comunión en la fe y comunión institucional, canónica. Si además, con ese título, se quiere hacer referencia a la dig­nidad del Obispo de Roma, ésta no puede ser entendida separándola de la dignidad de todo el colegio episcopal, a la que está estrechísimamente unida, como lo está tam­bién a la dignidad de cada obispo, de cada sacerdote, y de cada bautizado.
¡Y qué grande es la dignidad de las personas consagra­das, mujeres y hombres, que eligen como propia la voca­ción de realizar la dimensión esponsal de la Iglesia, esposa de Cristo! Cristo, Redentor del mundo y del hombre, es el Esposo de la Iglesia y de todos los que están en ella: «el esposo está con vosotros» (cfr. Mateo 9,15). Una especial tarea del Papa es la de profesar esta verdad y también la de hacerla en cierto modo presente en la Iglesia que está en Roma y en toda la Iglesia, en toda la humanidad, en el mundo entero.

Así pues, para disipar en alguna medida sus temores, dic­tados sin embargo por una profunda fe, le aconsejaría la lectura de san Agustín, quien solía repetir: Vobis sum epis-copus, vobiscum christianus («Para vosotros soy el obispo, con vosotros soy un cristiano», cfr. por ej. Sermo 340,1: PL 58,1483). Si se considera esto adecuadamente, significa mucho más christianus que no episcopus, aunque se trate del Obispo de Roma.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Dejanos tus comentarios, estos nos ayudan a mejorar y a brindarte el contenido que buscas!!!